jueves, 13 de diciembre de 2018

EL ELEFANTE DE PIEDRA

Se aburría, no entendía porque la vida le tenía reservado ese cruel destino, él no estaba hecho para que sus espaldas cargasen con un imperfecto ser, ni utilizar su apéndice más preciado en aquellas tortuosas faenas, en las que sentía que se les desvanecía la vida.

Tiempos antes de su marcha, con frecuencia, mientras los esfuerzos le vencían, se encontraba inmerso en estas reflexiones.

Eso le dolía menos, si cabe, que la incomprensión de sus congéneres, la resignación, el sometimiento incuestionable, la carencia de esa necesidad de variar el timón de la marcada existencia,  en definitiva, la búsqueda de la libertad que a Hanta tanto le obsesionaba.

Aguardó, con la serenidad del que se sabe dueño de su destino, a la aparición de las primeras lluvias y una noche, al amparo de relámpagos y truenos, partió al encuentro de su libre destino.

En los largos y agradables años que acompañaron su devenir, llenó su memoria de lugares y sucesos que en su sensible imaginación, nunca se habían manifestado. En su deambular encontró valles y montañas, desiertos y humedales, aguas dulces y saladas, aguantó todo tipo de inclemencias, con la inocencia del que busca el conocimiento y halló amores, muchos y diversos, como primaveras, que abrieron flores en su corazón.

Ninguna de estas emociones le produjo el impacto que recibió con el descubrimiento de aquel, pequeño y enigmático ser, que asomaba la boca, abriendo y cerrándola, sin emitir sonido apreciable pero con aparente intención comunicativa. Ese hallazgo, en aquella playa del sur de Islandia fue, durante los años que fueron consumiendo su vida, el objeto de su nueva existencia. Nunca hurtó esos momentos a su pervivencia, aquellos instantes de intercambio de afectos crearon unos lazos que señalaron el desenlace de marcado destino.

Rodeaba la mañana una luminosa y chocante bruma, que le hacían recordar los años en las rodillas. Él, su compañero, no acudió a la cotidiana cita y Hanta comenzó a establecer conjeturas. Con la compañía de la impaciencia, aguantó siete días con sus noches, en los que tuvo tiempo de pensar lo peor, lo que desgraciadamente entendió que era lo inevitable. Caminó abriéndose paso entre las frías y saladas aguas, arrastrando el peso de los años, que nunca antes había reconocido y decidió, con la entereza del que ya el tiempo no le cuenta los instantes, acotar la existencia de los momentos, bañándose en las aguas donde se diluyó la esencia que iluminó su estancia. 

              De Ángel Rebollar (Toda reproducción total o parcial del contenido,
                                          ha de ser, previamente, autorizado por el autor)

No hay comentarios:

Publicar un comentario