lunes, 28 de marzo de 2011

Un debate legítimo y necesario desde una perspectiva antiimperialista

VS 0 | | sección: web | 25/03/2011
Gilbert Achcar

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"El Tratado de Brest-Litovsk fue, en efecto, un compromiso con los imperialistas, pero fue un compromiso que, dadas las circunstancias, era inevitable. ... Rechazar cualquier compromiso 'por principio', rechazar la admisibilidad de los compromisos en general, cualquiera que sea su naturaleza, es infantilismo, algo que hasta resulta difícil plantearse seriamente... Hay que saber analizar la situación y las condiciones concretas de cada compromiso, o de cada tipo de compromiso. Hay que aprender a distinguir entre un hombre que ha entregado su dinero y sus armas a los bandidos para mitigar el daño que puedan hacer y facilitar su captura y ejecución, y un hombre que da su dinero y sus armas a los bandidos para llevarse parte del botín."
Vladimir I. Lenin



La entrevista que me hizo mi buen amigo Steve Shalom el día después de que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas adoptara la resolución nº 1973 y que se publicó en ZNet el 18 de marzo [en castellano en nuestra web http://www.vientosur.info/articulosweb/noticia/?x=3729] ha provocado un vendaval de discusiones y declaraciones de toda clase —amistosas, menos amistosas, muy favorables, ligeramente favorables, educadamente críticas o abiertamente hostiles— mucho más fuerte de lo que yo esperaba, máxime cuando ha sido traducida y divulgada en varias lenguas. Si esto es indicio de algo, es que cunde la sensación de que lo que se plantea es un problema real. Así que discutamos.

El debate sobre el caso libio es legítimo y necesario para quienes comparten una postura antiimperialista, a menos que uno crea que defender un principio nos exime de analizar concretamente cada situación específica y de determinar nuestra postura a la luz de cómo evaluamos los datos de la realidad. Toda regla general admite excepciones. Esto incluye la regla general de que las intervenciones militares de las potencias imperialistas, autorizadas por las Naciones Unidas, son puramente reaccionarias y nunca pueden alcanzar un objetivo humanitario o positivo. Para que se me entienda: si pudiéramos dar marcha atrás a la rueda de la historia y volver al periodo inmediatamente anterior al genocidio de Ruanda, ¿nos opondríamos a una intervención militar dirigida por Occidente y autorizada por la ONU para prevenirlo? Por supuesto, muchos dirían que la intervención de las fuerzas imperialistas/extranjeras amenazaba con provocar numerosas víctimas. Pero ¿puede alguien en su sano juicio creer que las potencias occidentales iban a masacrar en cien días a un total de medio a un millón de seres humanos?

No digo que Libia sea Ruanda, y enseguida explicaré por qué las potencias occidentales no movieron un dedo por Ruanda o no mueven un dedo por las muertes —en proporciones equivalentes a un genocidio— que se producen en la República Democrática de Congo, pero sí intervienen en Libia. La alusión al caso ruandés sirve en este contexto exclusivamente para mostrar que hay margen para la discusión sobre casos concretos, aunque uno se adhiera firmemente a los principios antiimperialistas. El argumento de que la intervención occidental en Libia causará inevitablemente víctimas civiles (desde una perspectiva humanitaria, yo incluso me preocuparía por los soldados de Gadafi) no es decisivo. Lo decisivo es la comparación entre el coste humano de esta intervención y el coste que se habría producido en ausencia de tal intervención.

Mencionaré otra analogía extrema para ilustrar el pleno alcance del debate: ¿era posible derrotar al nazismo con medios no violentos? ¿No fueron crueles los medios utilizados por las propias fuerzas aliadas? ¿Acaso no bombardearon salvajemente Dresde, Tokio, Hiroshima y Nagasaki, matando a centenares de miles de civiles? Visto retrospectivamente, ¿diríamos ahora que el movimiento antiimperialista de Gran Bretaña y los Estados Unidos debería haberse movilizado en contra de la participación de sus países en la guerra mundial? ¿O seguimos pensando que el movimiento antiimperialista hizo bien en no oponerse a la guerra contra el Eje (del mismo modo que hizo bien en oponerse a la primera guerra mundial, la de 1914-1918), pero que debería haberse movilizado contra cualquier daño masivo infligido adrede a las poblaciones civiles en contra de toda lógica evidente para derrotar al enemigo?

Hasta aquí las analogías. Siempre dan pie a discusiones interminables, aunque resultan útiles para demostrar que puede haber situaciones en que hay margen para el debate, situaciones en que uno ha de entregarse a los bandidos, o llamar a la policía, etc. Demuestran que la creencia de que cualquiera de estas actitudes debiera ser rechazada automáticamente por ser «contraria a los principios», sin tomarse la molestia de analizar las circunstancias concretas, es insostenible. De lo contrario, el movimiento antiimperialista en los países occidentales daría a entender que únicamente se preocupa de oponerse a su propio gobierno sin importarle un comino el destino de otras poblaciones. Esto ya no es antiimperialismo, sino aislacionismo de derechas: es la actitud de "que se vayan todos al diablo y nos dejen en paz" al estilo de un Patrick Buchanan. Así que sentémonos y analicemos en calma la situación concreta que estamos afrontando estos días.

Empezaremos hablando de la naturaleza del régimen de Gadafi. Los hechos en este terreno apenas admiten margen para el desacuerdo legítimo. Lo planteo únicamente en atención a quienes creen, de buena fe y por pura ignorancia, que Gadafi es progresista y antiimperialista. Es cierto que Gadafi fue al principio un dictador populista antiimperialista relativamente progresista que dirigió un golpe militar contra la monarquía libia en 1969, emulando el golpe egipcio que derribó la monarquía en 1952 en ese país. Su primer héroe fue Gamal Abdel Nasser, aunque al principio su régimen se situó ideológicamente más a la derecha, con mayor insistencia en la religión (más tarde, Gadafi pretendió formular una nueva interpretación del islam). Comenzó muy pronto a reclutar a mercenarios de los países más pobres para sus fuerzas armadas, en primer lugar para la Legión Islámica que creó.

A comienzos de los años setenta proclamó la sustitución de las leyes vigentes por la sharía, justo antes de embarcarse en una imitación de la "revolución cultural" china, con su propia versión islámica del "Pequeño Libro Rojo" de Mao: el "Libro Verde". Asimismo imitó el amago de "revolución cultural" consistente en instaurar la "democracia directa" mediante la creación de un sistema de "comités populares" que supuestamente convertían a Libia en un "Estado de las masas", pero que de hecho batía el récord mundial de la proporción de personas incluidas en la nómina de los servicios secretos. Más del 10 % de la población libia eran "informantes" que cobraban por vigilar al resto de la sociedad. Gadafi encarceló o ejecutó a todos los que se oponían a su régimen, incluidos algunos de los oficiales que habían participado con él en el derrocamiento de la monarquía. A finales de los años setenta decidió convertir la economía libia en una combinación de capitalismo de Estado en las grandes empresas y capitalismo privado con "participación" de los trabajadores en las más pequeñas, aboliendo los arrendamientos y el comercio minorista (incluso los peluqueros fueron nacionalizados). Por otro lado, dedicó una parte de los ingresos estatales del petróleo a mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos libios, una versión "revolucionaria" de la manera en que algunas de las monarquías del Golfo con elevada renta per cápita, gracias al petróleo satisfacen las necesidades de sus propios ciudadanos a fin de dotarse de una base social, mientras que al mismo tiempo, como en Libia, maltratan a los trabajadores inmigrantes que representan una parte importante de su mano de obra y su población.

En la década siguiente, ante los resultados desastrosos de su política errática y la crisis de la URSS, de la que dependía para sus compras de armas, Gadafi trató de imitar la perestroika de Gorbachov, liberalizando la economía libia, pero no así la vida política. Su siguiente viraje político importante se produjo en 2003. En diciembre de aquel año acudió al rescate político de Bush y Blair, anunciando que había decidido renunciar a sus programas de desarrollo de armas de destrucción masiva, un gesto muy necesario para mejorar la credibilidad de la invasión de Irak pretendidamente encaminada a detener la proliferación de las armas de destrucción masiva. Gadafi se convirtió de pronto en un líder respetable y recibió cálidas felicitaciones, hasta el punto de que Condoleezza Rice lo puso como modelo. Uno después de otro, los líderes occidentales se dejaron caer en Trípoli para visitarle en su jaima y firmar jugosos contratos. Quien estableció la relación más estrecha con él fue el primer ministro italiano, el derechista y racista Silvio Berlusconi: su amistad con Gadafi no sólo resultó ser muy provechosa desde el punto de vista económico. En 2008, ambos concluyeron uno de los pactos más sucios de los últimos tiempos, acordando que los pobres migrantes del continente africano interceptados en el mar por las fuerzas navales italianas cuando trataban de alcanzar la costa europea fueran trasladados directamente a Libia y no a territorio italiano, donde tendrían derecho a solicitar asilo. Este pacto resultó ser tan efectivo que redujo el número de solicitantes de asilo en Italia de 36.000 en 2008 a 4.300 en 2010. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados lo condenó, pero fue en vano.

La idea de que las potencias occidentales intervienen en Libia porque desean derribar un régimen hostil a sus intereses es absurda. Igualmente absurda es la idea de que lo que pretenden es echar mano del petróleo libio. En realidad, en Libia ya están presentes todas las compañías petroleras y gasistas occidentales: la ENI italiana, la Wintershall alemana, la BP británica, la Total y la GDF Suez francesas, las ConocoPhillips, Hess y Occidental de EE UU, la Shell angloholandesa, la Repsol española, la Suncor canadiense, la Statoil noruega, etc. ¿Por qué intervienen ahora las potencias occidentales en Libia y no lo hicieron ayer en Ruanda, ni ayer ni hoy en el Congo? Si en su momento afirmamos que la invasión de Irak tenía que ver sobre todo con el petróleo frente a quienes trataron de burlarse de nosotros tachándonos de "reduccionistas", ahora no voy a ser yo quien trate de demostrar que la intervención en Libia no tiene nada que ver con el petróleo. Claro que tiene que ver, pero ¿en qué sentido?

Mi enfoque de la cuestión es la siguiente. Después de observar durante unas semanas cómo Gadafi trataba de suprimir de forma brutal y sanguinaria la revuelta que estalló a mediados de febrero —se calcula que el número de muertos a comienzos de marzo oscila entre 1.000 y 10.000; esta segunda cifra la da la Corte Penal Internacional, mientras que la oposición libia habla de 6.000 a 8.000—, los gobiernos occidentales, al igual que todo el mundo en esta cuestión, se convencieron de que el avance de la ofensiva contrarrevolucionaria de Gadafi, que ya se acercaba a los alrededores de Bengasi (con más de 600.000 habitantes), anunciaba una inminente masacre masiva. Para hacerse una idea de lo que pueden perpetrar unos gobiernos tan represivos, pensemos simplemente en el hecho de que la represión lanzada por el régimen sirio en 1982 contra la revuelta de la ciudad de Hama, con menos de un tercio de habitantes que Bengasi, se saldó con más de 25.000 muertos. Si se hubiera producido una matanza similar, seguida de la consolidación del poder de Gadafi, los gobiernos occidentales no habrían tenido otra opción que imponer sanciones y declarar el embargo sobre el petróleo libio.

En los años noventa, el mercado del petróleo se caracterizaba por un una depresión de los precios, en una época en que EE UU estaba viviendo su periodo de expansión económica más largo de su historia: el auge sostenido por todo tipo de burbujas durante la presidencia de Clinton. En esos años les resultaba muy cómodo a Washington y a sus aliados mantener el embargo sobre Irak (con un coste humano próximo al genocidio). Únicamente al final de esa década empezó el mercado del petróleo a salir de la fase depresiva, experimentando un paulatino aumento de los precios que según todos los indicios era de naturaleza estructural, es decir, fruto de una tendencia alcista a largo plazo. No es por casualidad que George W. Bush y sus compinches se pusieran entonces a reclamar un "cambio de régimen" en Irak: era la condición para que Washington aceptara el levantamiento del embargo sobre un país cuyos principales concesiones petroleras estaban en manos de empresas de Francia, Rusia y China (precisamente los tres principales países que se opusieron a la invasión en el Consejo de Seguridad — ¡sorpresa, sorpresa!).

En el momento actual, en el mercado mundial del petróleo imperan unas condiciones en que los precios, después de descender durante un tiempo por efecto de la crisis mundial, vuelven a mostrar una tendencia alcista desde varios meses antes de la ola revolucionaria del norte de África y Oriente Próximo. A esto se añade que la crisis económica mundial sigue sin superarse y la supuesta recuperación se muestra extremadamente frágil. En estas condiciones, un embargo sobre el petróleo libio no es una opción. Por tanto, había que impedir la masacre de Bengasi. La mejor hipótesis para las potencias occidentales era ahora la caída del régimen, evitándoles así el problema de tener que arreglárselas con él. Una posibilidad menos mala para ellas sería el empate prolongado y la división de hecho del país entre la parte oriental y occidental, reanudándose las exportaciones de petróleo desde ambas provincias, o bien exclusivamente desde los principales yacimientos situados en el este, bajo control rebelde.

A todo esto habría que añadir lo siguiente: es un disparate y un ejemplo de "materialismo" muy burdo despreciar por irrelevante el peso de la opinión pública en las decisiones de los gobiernos occidentales, especialmente en este caso en las de los cercanos gobiernos europeos. En un momento en que los insurgentes libios estaban urgiendo al mundo con cada vez mayor insistencia que estableciera una zona de exclusión aérea a fin de neutralizar la principal ventaja de las fuerzas de Gadafi, y con el público occidental siguiendo los acontecimientos por televisión —lo que habría impedido que una matanza en Bengasi hubiera pasado inadvertida, como ha sucedido tantas veces en otros lugares (como la ciudad ya mencionada de Hama, por ejemplo, o la República Democrática del Congo)—, los gobiernos occidentales no sólo habrían provocado la ira de sus ciudadanos, sino que también habrían hipotecado completamente su capacidad para invocar pretextos humanitarios para otras guerras imperialistas como las de los Balcanes o la de Irak. No solo estaban en juego sus intereses económicos, sino también la credibilidad de su ideología. Y la presión de la opinión pública árabe influyó, sin duda, en el hecho de que la Liga Árabe también llamara a establecer una zona de exclusión aérea en Libia, aunque no cabe ninguna duda de que la mayoría de gobiernos árabes estaban deseando que Gadafi lograra aplastar la revuelta y por tanto parar la ola revolucionaria que barre toda la región y hace que se tambaleen sus propios regímenes desde comienzos de año.

Entonces, ¿qué hacer con todo esto? Una revuelta de masas enfrentada a una amenaza muy real de sufrir una masacre reclamaba el establecimiento de una zona de exclusión aérea para ayudarle a resistir la ofensiva criminal del régimen. A diferencia de las fuerzas que se oponían a Milosevic en Kosovo, los insurgentes libios no pedían la ocupación de su país por tropas extranjeras. Al contrario, tenían buenas razones para desconfiar de cualquier despliegue de este tipo: son conscientes, a la luz de Irak, Palestina, etc., de que las potencias mundiales tienen planes imperialistas, además de contar con su propia experiencia de cómo esas mismas potencias adulaban a los tiranos que les oprimían. Rechazaron explícitamente cualquier intervención sobre el terreno, pidiendo únicamente cobertura aérea. Y la resolución del Consejo de Seguridad descarta explícitamente, a petición suya, cualquier fuerza de ocupación extranjera en cualquier parte del territorio libio.

No abordaré los argumentos inaceptables de quienes arrojan dudas sobre la naturaleza de la dirección insurgente. A menudo son los mismos que consideran que Gadafi es progresista. La dirección de la revuelta está formada por una mezcla de políticos e intelectuales demócratas disidentes y defensores de los derechos humanos, algunos de los cuales han estado largos años encerrados en las cárceles de Gadafi, hombres que han roto con el régimen para unirse a la rebelión y representantes de la diversidad regional y tribal de la población libia. El programa que les une es un programa de cambio democrático —libertades políticas, derechos humanos y elecciones libres—, exactamente igual que el de todos los demás levantamientos de la región. Y si no está claro qué será de Libia después de Gadafi, dos cosas son indudables: no podrá ser peor que el régimen de Gadafi y tampoco podrá ser peor que el escenario bastante más probable de un sistema en que desempeñará un papel crucial la Hermandad Musulmana fundamentalista en el Egipto de después de Mubarak, lo que algunos utilizaron como argumento para apoyar al dictador egipcio.

¿Puede alguien que se reclama de la izquierda hacer caso omiso de una solicitud de protección de un movimiento popular, aunque sea por mediación de bandidos-policías imperialistas, si el tipo de protección que se pide no les permitirá a estos imponer su control sobre el país? Desde luego que no, tal como entiendo yo lo que es ser de izquierda. Ningún progresista real puede hacer oídos sordos sin más a la solicitud de protección de los insurgentes, a menos, como ocurre tan a menudo en la izquierda occidental, que cierren los ojos ante las circunstancias y la amenaza inminente de una matanza masiva, que solo presten atención al conjunto de la situación una vez que su propio gobierno se ha implicado, despertando de este modo su reflejo (normalmente sano, por cierto) de oponerse a tal implicación. En las situaciones en que los antiimperialistas se han opuesto a intervenciones militares encabezadas por las potencias occidentales so pretexto de evitar una masacre, siempre han señalado alternativas que demostraban que la opción de los gobiernos occidentales por el uso de la fuerza obedecía exclusivamente a sus designios imperialistas.

Había una salida no violenta de la crisis de Kosovo: en primer lugar, la oferta del gobierno ruso presidido por Yeltsin en agosto de 1998 de poner en pie una fuerza internacional que aplicara un arreglo político impuesto conjuntamente por Moscú y Washington. Esta propuesta fue ofrecida al entonces embajador estadounidense ante la OTAN, Alexander Vershbow, pero Washington hizo caso omiso. Eso mismo ocurrió en febrero de 1999: las posiciones de Serbia y de la OTAN eran diferentes, pero negociables, como se demostró al cabo de 78 días de bombardeos, cuando la resolución de las Naciones Unidas sancionó un compromiso entre ambas posiciones.

Existía una manera no violenta de lograr que Sadam Husein retirara sus tropas de Kuwait en 1990: además del hecho de que no podría haber resistido las severas sanciones impuestas sobre su régimen para forzarle a salir, él mismo ofreció negociar su retirada. Washington prefirió destruir la infraestructura del país y "devolverlo a la edad de piedra", como describió el relator del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas la situación del país tras la guerra de 1991.

¿Cuál era entonces la alternativa a la zona de exclusión aérea en el caso de Libia? No había ninguna convincente. El día en que el Consejo de Seguridad votó su resolución, las fuerzas de Gadafi ya se hallaban en los aledaños de Bengasi, y su aviación estaba bombardeando la ciudad. Cada vez que formulo esta pregunta recibo respuestas nada convincentes. Se podría haber hallado una solución política si Gadafi hubiera aceptado la celebración de elecciones libres, pero no estaba dispuesto a ello. Él y su hijo Saif no dieron a la revuelta otra opción que la rendición (incluida la promesa de una amnistía en que nadie podía confiar) o la "guerra civil". Pasaré por alto la idea de quienes dicen que la población de Bengasi podría haber huido a Egipto para refugiarse allí, pues no merece ningún comentario.

También pasaré por alto la idea de quienes dicen que deberían haber intervenido exclusivamente ejércitos árabes, como si una intervención de fuerzas como las del ejército egipcio o saudí hubiera causado menos muertes y comportara una menor influencia imperialista sobre el proceso en Libia. La respuesta que parece más convincente es la que preconiza el suministro de armas a los insurgentes, pero no era una alternativa plausible.

No era posible en 24 horas organizar la entrega de armas y asegurar su disponibilidad efectiva, sobre todo si estamos hablando de sofisticados misiles antiaéreos. Esta no podría haber sido una alternativa a una masacre anunciada. En estas condiciones y a falta de cualquier otra solución plausible, era moral y políticamente un error, por parte de la izquierda, oponerse a la zona de exclusión aérea; o dicho de otro modo, oponerse a la petición de los insurrectos de establecer la zona de exclusión aérea. Y sigue siendo moral y políticamente un error exigir ahora el levantamiento de la zona de exclusión aérea, a menos que Gadafi pierda la capacidad para hacer uso de su fuerza aérea. De lo contrario, el levantamiento de la zona de exclusión aérea supondría una victoria para Gadafi, que volvería entonces a emplear su aviación para aplastar la insurrección de una manera todavía más feroz que lo que estaba dispuesto a hacer previamente.

Por otro lado, deberíamos exigir el fin de los bombardeos una vez neutralizada la fuerza aérea de Gadafi. Deberíamos exigir que se aclare que potencial aéreo le queda al régimen y, si todavía dispone de aviones, qué hace falta para neutralizarlo. Y deberíamos oponernos a la plena participación de la OTAN en la guerra sobre el terreno más allá de los primeros golpes contra las unidades de blindados de Gadafi, necesarios para detener la ofensiva de sus tropas contra las ciudades rebeldes de la provincia occidental, por mucho que los insurgentes reclamaran o aplaudieran esta participación de la OTAN.

¿Significa esto que debíamos y debemos apoyar la resolución nº 1973 del Consejo de Seguridad? En absoluto. Es una resolución muy mala y peligrosa, justamente porque no define suficientes salvaguardias contra la transgresión del mandato de proteger a los civiles libios. La resolución es demasiado ambigua y puede ser utilizada para impulsar un plan imperialista que vaya más allá de la protección para meter baza en el futuro político de Libia. No era posible apoyarla, sino que ha de ser criticada por sus ambigüedades. Pero tampoco era posible oponerse a ella, en el sentido de oponerse a la zona de exclusión aérea y de dar la impresión de que no nos preocupa la suerte de los civiles y de la revuelta. Lo único que nos quedaba era expresar nuestras firmes reservas. Una vez iniciada la intervención, el papel de las fuerzas antiimperialistas debía consistir en examinarla con lupa y en condenar todas las acciones que causen la muerte de civiles en las que no se hayan adoptado medidas para evitar tales muertes, así como todas las acciones de la coalición que no tengan que ver con las necesidades de defender a la población civil. De todos modos, hay que oponerse a uno de los artículos de la resolución del Consejo de Seguridad: el que confirma el embargo de armas sobre Libia, si esto se aplica al conjunto del país y no únicamente al régimen de Gadafi. Por el contrario, deberíamos reclamar el suministro de armas a los insurgentes, de un modo abierto y masivo, de manera que dejen lo antes posible de necesitar apoyo militar extranjero directo.

Un último comentario: durante muchos años hemos venido denunciando la hipocresía y el doble rasero de las potencias imperialistas, señalando el hecho de que no impidieron el genocidio real en Ruanda mientras intervinieron para detener el "genocidio" ficticio en Kosovo. Esto implicaba que en nuestra opinión tendrían que haber intervenido en Ruanda para impedir el genocidio. La izquierda debería abstenerse de proclamar "principios" tan absolutos como de que "estamos en contra de toda intervención militar de las potencias occidentales en cualquier circunstancia." Esta no es una posición política, sino un tabú religioso. Podemos estar casi seguros de que la intervención actual en Libia resultará ser sumamente embarazosa para las potencias imperialistas en el futuro. Como han advertido con razón los miembros del establishment de EE UU que se oponen a la intervención, la próxima vez que la fuerza aérea israelí bombardee a uno de sus vecinos, ya sea en Gaza o en el Líbano, la gente reclamará una zona de exclusión aérea. Yo, desde luego, lo haré. Habría que organizar piquetes ante la sede de la ONU en Nueva York para exigirlo. Todos deberíamos estar dispuestos a hacerlo, ahora con un argumento poderoso.

La izquierda debería aprender a denunciar la hipocresía imperialista utilizando contra ella las mismas armas morales que ella explota cínicamente, en vez de contribuir a que dicha hipocresía resulte más efectiva dando la impresión de que no nos preocupan las cuestiones morales. Son ellos los que aplican el doble rasero, no nosotros.


Gilbert Achcar se crió en el Líbano y actualmente es profesor de la School of Oriental and African Studies (SOAS) de la Universidad de Londres. Ha publicado, entre otros, los libros El choque de barbaries, traducido a 13 lenguas; Estados peligrosos, en colaboración con Noam Chomsky; y más recientemente, The Arabs and the Holocaust: The Arab-Israeli War of Narratives.

lunes, 21 de marzo de 2011

ROTO

Roto, dividido. De dos, una parte,
incompleto, troceado, inevitablemente distante.

Esquizofrenia sola, imposible,
monogámica, sin respuesta, desesperadamente insoluble.

También anhelos, espasmos amatorios
estrangulan mi plexo solar, amor, dolor.

Pensamientos reiterados, obsesivos, enfermos, contradictorios.
Tu imagen permanente, hepático ardor.

Tu frente abierta, mirada viva, clara;
boca de miel y menta, fresca, constante, suficiente.

Manos pequeñas, duras y firmes, cálidas,
suaves, estimulantes, hábiles, eléctricas.

Pechos redondos, llenos, rotundos, maternales,
canela para mis labios, irremediable.

Vientre ancho, elástico, acogedor,
voluptuoso, vital, generador.

Entre tus muslos, esencia esencial,
pétalos de satén, sabor dulce en sal.

Elevación mínima, dura, crispada
para mi lengua, necesaria,
de ti, toda.

                 De: Ángel Rebollar ( cualquier utilización, total o parcial, del contenido
                                                 ha de ser autorizado, previamente, por el autor)